domingo, 28 de septiembre de 2008

«Donde quiera que estés, te quiero»

Llevábamos simplemente dos años casados, y éramos inmensamente felices juntos, hasta que el miércoles 30 de julio, la dejé tan contenta y tan feliz en el garaje de nuestra casa, cogiendo su coche para dirigirse a su trabajo. A las 10:50 horas, recibí una llamada de una de sus compañeras, para decirme que a Bea la había tirado un caballo. Yo llego volando, intranquilo, nervioso, pero con la esperanza de que la caída sea un brazo, o una pierna rotos, pero qué equivocado estaba. Bea estaba en coma. Me quedé mudo, triste, sólo quería llorar, y sin embargo, tenía que aguantar la llegada de mandos, grandes mandos del Cuerpo Nacional de Policía. Mandos que venían de no interrumpir un acto en el que participaba el escuadrón al que pertenecía mi mujer, y que sabían de la gravedad de la caída. Ellos me expresaban «su sentir», pero cuando yo les preguntaba ¿por qué mi mujer no llevaba casco?... ¡ups, pregunta equivocada! cambiaban el rictus de la cara, y... ¡plof magia! desaparecían. Bea falleció por no llevar casco, como me aseguró Sonia, la doctora que tan amablemente la trató en la UCI. Sólo espero que la muerte de Bea no sea algo inútil y pasajero, sino que a alguien le remuerdan las entrañas y se sienta tan culpable de su muerte, que dote cada uno de los miembros del escuadrón de caballería de un casco protector homologado. Bea, donde quiera que estés, ¡Te quiero!

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